jueves, 14 de junio de 2012

Amanecer indeciso

Todo llega y ya llegó
La muerte con su vida
La vida con su muerte
El amanecer indeciso se precipitó hoy
en ese sueño que no despertaba
En esa mirada que no miraba
En ese corazón que de tanto latir se desparramó,
se cansó, se abrió ingenuo.
Mil puñales no sabía él
Lo esperaban
Prestos a cumplir.
Tú, no sabías, si hubieses sabido… ay! Si hubieses sabido…
Ay, si en un cuenco de agua te hubiera dado yo mi ser…
Ay, si en una caracola hubieras sabido escuchar mi canto,
Ay, si hubieras sabido amor,
 si hubieras querido saber, ver, mirar…
 no quisiste
 y el amanecer indeciso se precipito hoy…

domingo, 10 de junio de 2012

La voz a ti debida (PEDRO SALINAS)

(PEDRO SALINAS)
La voz a ti debida

Cuando tú me elegiste
                                          el amor eligió                                                     
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Ninca bajé más hondo
de las profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda, parados.
Pero al decirme: "tú"
─a mí, sí, a mí, entre todos─,
más alto ya que estrellas
o corales estuve.
Y ni gozo
se echó a rodar, prendido
a tu ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas,
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota
en el agua, en el peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se han muerto
y ya no tienen nada
que morirse en la vida.

El Amor, en Salinas, o más bien la persona amada, tiene en el poeta un efecto de fijación de la propia persona. El mundo pierde su sentido, se difumina, y sólo adquiere relevancia la amada y el efecto que ésta provoca en el poeta, animándole a ser, a convertirse en persona relevante, transformada en trascendente, mientras que antes no era más que un ser anónimo.
De ahí el título, La Voz a Ti Debida, una voz que viene, no del poeta, sino del amor. Poemas de múltiples facetas, que se detienen en los detalles mientras se incluyen en la inmensidad, en un universo centrado y compuesto en la amada.

martes, 5 de junio de 2012

Joe DiMaggio


"I feel that I have reached the stage where I can


 no longer produce for my ballclub, my manager,


my teammates and my fans the sort of baseball their


 loyalty to me deserves."


                                                   Joe Di Maggio


No son recuerdos. Al menos, no los percibe como tales. Aprecia la tibieza de la madera, embadurnada con el áspero polvo de resina que impedirá que se deslice entre sus manos. Siente la potencia en sus piernas, prestas a emprender la carrera. Sus brazos son muelles engatillados, dispuestos a soltar sobre la pelota toda la energía de su torso girante, a través del largo bate. La brisa, en suaves remolinos, le trae tanto el aroma fresco de la hierba del campo exterior como el acre olor de la grasa y del cuero en el guante del receptor, pocos centímetros tras él. Respira hondo, se relaja. Oye el murmullo del público, siempre expectante cuando Joe está al bate. Mira fijamente al lanzador, que intentará colarle las tres pelotas buenas, los tres strikes, que harían que quedara eliminado en este turno. Pero Joe es bueno. Muy bueno. Está ya entre  los grandes. Tiene un sitio por derecho propio entre las leyendas del beisbol: Babe Ruth, Honus Wagner, Cy Young, Lou Gehrig... Es bueno. Es Joe. Es Joe DiMaggio. Aprieta los dientes, concentrado. Siente en la lengua el sabor salado de la excitación, aunque no esta nervioso. Espera.


Claro, es duro dejarlo, sobre todo cuando has disfrutado tanto con ello. Y yo lo hice, vaya si lo hice. Desde el primer día. Especialmente el primer día, claro.


Los chicos del verano. Los viajes. La alegría de los triunfos. El record, sí... 56 partidos seguidos bateando "a buena". Fue duro conseguirlo, muchacho, créeme. Y durará unos años, si, seguro. Además, diez Series Mundiales, nueve ganadas, cuatro de ellas seguidas. Tres veces Jugador Más Valioso. Once apariciones en el partido de las estrellas... No lo hice del todo mal, ¿Verdad? Y procuré siempre que no se me notara cuánto me gustaba ganar, precisamente porque me jodía mucho perder. Por eso casi todos me querían, incluso los hinchas de otros equipos.


Hubiera podido seguir, claro. Pero tenía obligaciones para con mi propia leyenda, ¿Sabes?. No podía estropearla con un final en curva descendente. Así que tuve que dejarlo.


Los primeros días no fueron difíciles. Siempre había algún periodista devoto, invitaciones a fiestas... Proposiciones para escribir mis memorias, imagínate, a los 37 años... Amigos con invitaciones a largas excursiones de pesca... Así que la transición al vacío no fue brusca. Pero claro, piénsalo... Una mañana te encuentras en tu sillón favorito, pensando que es probable que esa tarde te aburras un poco. Y siempre con la obligación de ser Joe DiMaggio. Aunque ya no puedes seguir haciendo lo que mejor te salía: Jugar al béisbol. No me pasaba nada grave, pero no tenia especiales alicientes.


Hasta que la conocí. Quiero decir... yo conocía a Marilyn... ¿Cómo no? Pero nunca me había encontrado con ella. Cuando estuve a su lado, cuando hablé con ella... cuando miré sus ojos... supe que era como yo.


De algún sitio sale un ruido de burbujas espesas, y un silbido sordo. Hay una incomodidad general, una sensación de flotante pesadez, una opresión bajo las costillas, en el lado derecho. Pero no las siente como propias, son cosas que le pasan a otro, a alguien muy cercano y querido que no sabe situar, aunque le preocupa. Quiere enfocar su atención, averiguar qué pasa,  pero su mente no obedece, y escapa en busca de ideas y recuerdos que la engañan bailando como señuelos de colores. Cae en la ensoñación, y emerge de ella como quien saca la cabeza al bañarse en el mar, solo que ahora es la inmersión la fase agradable y segura. Atraviesa anchas olas de luz y oscuridad que forman figuras y acto seguido las disuelven, antes de que pueda integrarlas en algo reconocible. Y una voz tan fuera de lugar que llega a inquietarle, que le repite... "Strike one, Joe".




Where have you gone, Joe DiMaggio,


our nation turned its lonely eyes to you


Whoo ooh ooh


What's that you say, Mrs. Robinson,


joltin' Joe has left and gone away


Hey hey hey, hey hey hey


               (Simon&Garfunkel)


El lanzador inicia sus movimientos. El cuerpo de Joe se tensa ligeramente, su torso se arquea, y el bate queda erguido, por detrás de su cabeza. Ahí viene. Suena el  suave silbido de la pelota y el golpe seco en el guante del receptor. Joe la ha dejado pasar, pues ha adivinado que era una bola mala. No es una decisión consciente. Son los años de entrenamiento, la intuición, la capacidad de integrar mil pequeños detalles en unas centésimas de segundo los que evalúan si debe o no intentar golpearla. El receptor devuelve la pelota al lanzador, y de nuevo comienza el ritual. Strike, bola buena, esta vez. Ha dudado en el último instante, y ha preferido dejarla pasar. En el enorme Yankee Stadium apenas se escucha el murmullo residual de una multitud atenta pero relajada.


Joe piensa. Puede intentar varias cosas. Si regulara su fuerza, ganaría en precisión, y podría conseguir un batazo bueno pero corto. Solo que ésto le permitiría ganar apenas una o dos bases, y el tanteador del encuentro le obliga al máximo riesgo. Debe intentar sacarla del terreno de juego. Y si no la impulsa lo suficiente y el defensor del campo exterior atrapa la pelota en el aire, su esfuerzo habrá sido vano, y quedará igualmente eliminado


Respiración profunda. De nuevo la rutina del lanzamiento. Esos pequeños trucos que quieren provocar que el bateador se impaciente y pierda concentración. Joe no cae en la trampa. Por fin, la pelota se desliza hacia él. Esta vez sí! Pero no... algo más poderoso que su primera impresión detiene su movimiento, y con razón, ya que en la última fase de su vuelo la pelota describe una curva hacia afuera que habría impedido el contacto. Dos bolas malas ya, y un "strike". La tensión crece. El lanzador tiene oficio, y es cauto. Retoma la pelota. Con movimientos sincopados, agita los brazos, con la intención de ahuyentar la rigidez y el nerviosismo. Joe no le quita ojo de encima, enviándole un claro mensaje: No importa lo que hagas, aquí estoy. Y te voy a ganar.



Supe que era como yo y sin embargo, distinta, claro. No te rías, chico. Son paradojas que solamente los viejos entendemos. En mi caso la tachuela en el asiento era la constante necesidad de mantener el equilibrio entre  la fachada distante que me protegía de todos los que querían entrar en mi vida, y la amabilidad que siempre debía mostrar "el simpatico deportista recién retirado". Ella... ella tenia un carbón encendido en la boca del estómago, muchacho. A veces, cuando conseguía pasar unos días tranquilos, la ceniza sobre la brasa mitigaba un poco el calor. Pero en cuanto llegaba un rodaje, una serie de galas, algún acontecimiento especial... su equilibrio se derrumbaba y los espantajos la acosaban de nuevo, obligándola a aplicar el único método que entonces conocía para perderlos de vista: correr aún más, sumergirse en aquellos remolinos enloquecidos de trabajo y fiestas que la dejaban maltrecha y a menudo asqueada de sí misma. ¿Qué la hacía sufrir tanto? Vaya... Conoces su historia... Me duele recordar... Bueno... La consciencia de sus limitaciones... Sus carencias intelectuales, que intentaba desesperadamente tanto remediar como ocultar tras una serie de piadosas bromas... y sobre todo... el asqueroso barro del camino que tuvo que recorrer Norma hasta convertirse en Marilyn... Mi Norma... No son detalles que un abuelo pueda contar... No me presiones. Ambos teníamos nuestro cuarto oscuro.  Los abrimos juntos, cogidos de la mano, para ventilarlos. No te hablaré del mío más de lo que ya he hecho.


Tuve que pelear duro para acercarme a ella, ¿Sabes?. Tuve que llamarla todas las noches durante una semana para que me concediera la primera cita. Yo podía ser uno más de los moscones que la acosaban. Hasta que logré que mirara dentro de mí. Tuve que mostrarme vulnerable, dejar caer mi escudo. Tuve que enseñarle mis propias heridas antes de que ella me reconociera como un igual. Y todo ello sin disminuir mi estatura, sin dejar de  ser un héroe americano, espejo de multitudes. Ella no merecía menos. El caso es que nos casamos, muchacho. Y la amé, chico. La he amado siempre. Como no he amado a nadie en mi vida. Y creo que ella también me quiso. En los raros momentos de tranquilidad que nos concedieron no se separaba de mí ni un instante. Me abrazaba con rabia, como con miedo a que se le escapara aquella felicidad simple de huevos revueltos y zumo de naranja. Yo procuraba que supiera siempre que la amaba a ella, a Norma Jean, y no al personaje, a Marilyn. Que admiraba su coraje y me maravillaba su esfuerzo. Intentaba tranquilizarla, hacer que se sintiera segura. Y cuando tenía que pelear solo con su interior, lo conseguía. Pero el enemigo estaba en todas partes. Incluso estaba dentro de mí.





A medida que la desorientación aumenta, también lo hace el sentimiento de pérdida. Y ésto no hace sino alimentar su angustia, ya que no puede recordar el motivo. Busca una señal, algo que le diga qué está sucediendo. Las sensaciones meramente físicas dejan de importarle, aunque permanecen la incomodidad, la presión y la falta de aire. Está esa idea elusiva que vislumbra entre relámpagos. Cansado de buscar y no comprender, quiere taparse, sumergirse en la tibieza. Por fin, entre la confusión, algo reconocible. Una rosa. Tiene una rosa en la mano y no le pertenece. Tal vez por eso está preocupado. Debe encontrar a su dueña. Debe entregarle la rosa. Y debe hacerlo rápido, pues esa voz odiosa insiste. No debería estar aquí, pero le apremia. "Strike two, Joe".




 After Monroe returned from entertaining U.S. troops in Korea,


she exclaimed: "Darling, you never heard such cheering."


He merely nodded and said, "Yes, I have.''


Apenas ve que la pelota abandona los dedos del lanzador sabe que ésta es la suya. Se envara sin agarrotarse, y marcando perfectamente los tiempos impulsa el bate. Control de muñecas acompañando el giro del torso, rotando a su vez sobre el juego de piernas. No son los brazos los que generan la fuerza que enviará aquel amasijo de cuero y cuerdas aullando por encima de la cabeza de los defensores. Es todo el cuerpo del bateador, si éste sabe usarlo. El ruido característico de la madera golpeando la bola llena el Yankee Stadium. Es un sonido seco, perfecto en su sencillez, que baña hasta el último rincón del campo. La multitud se pone en pie, sin mucho alboroto, apenas con un  suspiro de sorpresa. Cuarenta mil pares de ojos enfocados sobre el mismo punto deberían hacer arder el aire alrededor de la pelota. Pero ésta sigue su majestuosa parábola ajena al drama que simboliza. Joe ha iniciado la carrera, aunque sin emplearse a fondo. Sabe, por el tipo de batazo, que la suerte está echada. O el vuelo la saca del campo, en cuyo caso no necesitará apresurarse  para recorrer las bases acompañado de los gritos de triunfo de sus compañeros, o quedará eliminado al recogerla en el aire un defensa. Uno de ellos va corriendo hacia el fondo. Llega a la empalizada que marca el límite del campo, y se sitúa bajo la previsible trayectoria. El momento se hace eterno, y el aire se ha congelado, ya que nadie respira. La bola va descendiendo, y las apreciaciones oscilan cada décima de segundo entre la impresión de que cruzará sobre la valla y la posibilidad de que el defensa la alcance en su salto. Poco después, cada uno de los cuarenta mil espectadores ha elaborado ya su historia, y la está comparando con la realidad. En la agonía del instante, con cada detalle brillando con luz propia, sostenido en un salto mágico y prolongado por un brazo alzado que quiere arrancar el cuerpo del tirón de la gravedad, el defensor alcanza a retener la pelota en su garra de cuero. Joe está eliminado. Esta vez no pudo ser.


Se dirige hacia el banquillo, elegante siempre. Aunque el infierno bulle en su interior, apenas un rictus de contrariedad asoma en su rostro


El enemigo estaba también en mi interior, tal vez en mis atavismos mediterráneos. Sin embargo, no tuvo el papel determinante que le han dado los listillos, chico, créeme. Es cierto que me marché, y muy cabreado, del rodaje de aquella escena en la que el aire procedente de una rejilla de aireación levantaba su falda. La rabia subía por mi garganta quemándome peor que el peor bourbon. También tuve que pararle los pies a algún imbécil una que otra vez. Al principio ella disfrutaba como una niña con mis afanes. Le halagaba que me mostrara tan posesivo, y trataba de explicarme que nunca entregaba nada que ella considerase relevante. Que todo lo importante y valioso que tenía era solamente nuestro, y nadie podría jamás alcanzar a salpicarlo. Y que los aplausos, la admiración que despertaba, la deferencia con que la trataban en el mundo entero era la recompensa que recibía y necesitaba para ser feliz, después de todo lo pasado.


 Lo que te voy a contar nunca antes ha salido de mis labios. Algún chico listo de la prensa apuntó la posibilidad de que sucediera así, pero yo nunca quise decir nada que se pareciera remotamente a una excusa por haberla perdido: En determinado momento comenzó a tener miedo. Ella conocía mucho mejor que yo los remolinos de aquel lodazal. Sabía que la consideraban una máquina de hacer dinero bajo la cual muchos esperaban para llenar el sombrero con los billetes que caían. Y no estaban dispuestos a que un marido celoso, ni siquiera si éste se llamaba Joe DiMaggio, les privara de su tajada. Alguien tuvo ciertas conversaciones con ella. Vi cómo poco a poco reconstruía un muro que yo habría derribado a cabezazos, si hubiera podido. Pero fue como cuando vas a pescar, chico... sabes que si tensas demasiado el hilo, puede romperse y hacerte perder la pieza. Yo no pude o no supe mitigar sus temores. El último beso fue muy especial. Tal vez ya había tomado la determinación. Poco después su abogado me mandó la demanda de divorcio.


Estuve casado con ella 274 días. La amé cada minuto de cada uno de ellos. Y la he seguido queriendo todo el resto de mi jodida vida. La vi otras veces, claro. Nunca quise evitar encontrarme con ella. ¿Tratarías de esconderte de un ángel, chico?


Cuando murió, tuve que hacerme cargo de todo. No podía permitir que ninguno de aquellos carroñeros se acercara a ensuciar su recuerdo. Y, ya lo sabes... durante más de veinte años me he preocupado de que siempre hubiera una rosa fresca junto a su tumba. Una rosa.




Una rosa en su mano. El ruido sibilante, el dolor y la sensación de ahogo aumentan. Le falta aire. Una rosa en su mano. Hay desconcierto, aunque no todo proceda de aquella incongruencia. ¿Qué hace una rosa en la mano de un jugador de béisbol en el campo exterior? Debería haber un guante, no una rosa. ¿Y que hace esa chica paseando por el césped? ¡Es peligroso! ¡Una bola perdida puede hacerle mucho daño! Pero se da cuenta de que su desasosiego tampoco procede del peligro que corre la muchacha. Ella le sonríe. La reconoce. Sabe de repente que la rosa es para ella, y por ahí todo está bien. La tristeza y la preocupación provienen de la voz insistente que escucha mientras se acerca para entregarle la flor. Esa voz que no debería estar ahí, y que cuando todo se le nubla mientras intenta alcanzar su mano, repite con apremio... "Strike three, Joe".



Joe DiMaggio


1914-1999


In Memoriam