Bienvenido a mi pequeño espacio, sólo pretendo compartir contigo mis canciones y otras cosas que voy recopilando de otros sitios y que me gustan especialmente. Espero pases un rato agradable. Un saludo. Margot.
sábado, 16 de junio de 2012
jueves, 14 de junio de 2012
Amanecer indeciso
Todo llega y ya llegó
La muerte con su vida
La vida con su muerte
El amanecer indeciso se precipitó hoy
en ese sueño que no
despertaba
En esa mirada que no miraba
En ese corazón que de tanto latir se desparramó,
se cansó, se
abrió ingenuo.
Mil puñales no sabía él
Lo esperaban
Prestos a cumplir.
Tú, no sabías, si hubieses sabido… ay! Si hubieses sabido…
Ay, si en un cuenco de agua te hubiera dado yo mi ser…
Ay, si en una caracola hubieras sabido escuchar mi canto,
Ay, si hubieras sabido amor,
si hubieras querido saber, ver,
mirar…
no quisiste
y el amanecer indeciso se precipito hoy…
martes, 12 de junio de 2012
domingo, 10 de junio de 2012
La voz a ti debida (PEDRO SALINAS)
(PEDRO SALINAS)
La voz a ti debida
Cuando tú me elegiste
el amor eligió
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Ninca bajé más hondo
de las profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda, parados.
Pero al decirme: "tú"
─a mí, sí, a mí, entre todos─,
más alto ya que estrellas
o corales estuve.
Y ni gozo
se echó a rodar, prendido
a tu ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas,
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota
en el agua, en el peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se han muerto
y ya no tienen nada
que morirse en la vida.
el amor eligió
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Ninca bajé más hondo
de las profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda, parados.
Pero al decirme: "tú"
─a mí, sí, a mí, entre todos─,
más alto ya que estrellas
o corales estuve.
Y ni gozo
se echó a rodar, prendido
a tu ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas,
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota
en el agua, en el peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se han muerto
y ya no tienen nada
que morirse en la vida.
El Amor, en Salinas, o más bien la persona amada, tiene en el poeta un efecto de fijación de la propia persona. El mundo pierde su sentido, se difumina, y sólo adquiere relevancia la amada y el efecto que ésta provoca en el poeta, animándole a ser, a convertirse en persona relevante, transformada en trascendente, mientras que antes no era más que un ser anónimo.
De ahí el título, La Voz a Ti Debida, una voz que viene, no del poeta, sino del amor. Poemas de múltiples facetas, que se detienen en los detalles mientras se incluyen en la inmensidad, en un universo centrado y compuesto en la amada.
sábado, 9 de junio de 2012
martes, 5 de junio de 2012
Joe DiMaggio
no longer produce for my ballclub, my manager,
my teammates
and my fans the sort of baseball their
loyalty to me deserves."
Joe Di Maggio
No son recuerdos. Al menos, no los percibe como
tales. Aprecia la tibieza de la madera, embadurnada con el áspero polvo de
resina que impedirá que se deslice entre sus manos. Siente la potencia en sus
piernas, prestas a emprender la carrera. Sus brazos son muelles engatillados,
dispuestos a soltar sobre la pelota toda la energía de su torso girante, a
través del largo bate. La brisa, en suaves remolinos, le trae tanto el aroma
fresco de la hierba del campo exterior como el acre olor de la grasa y del
cuero en el guante del receptor, pocos centímetros tras él. Respira hondo, se
relaja. Oye el murmullo del público, siempre expectante cuando Joe está al
bate. Mira fijamente al lanzador, que intentará colarle las tres pelotas
buenas, los tres strikes, que harían
que quedara eliminado en este turno. Pero Joe es bueno. Muy bueno. Está ya
entre los grandes. Tiene un sitio por
derecho propio entre las leyendas del beisbol: Babe Ruth, Honus Wagner, Cy
Young, Lou Gehrig... Es bueno. Es Joe. Es Joe DiMaggio. Aprieta los dientes,
concentrado. Siente en la lengua el sabor salado de la excitación, aunque no
esta nervioso. Espera.
Claro, es duro dejarlo, sobre todo
cuando has disfrutado tanto con ello. Y yo lo hice, vaya si lo hice. Desde el
primer día. Especialmente el primer día, claro.
Los chicos del verano. Los viajes.
La alegría de los triunfos. El record, sí... 56 partidos seguidos bateando
"a buena". Fue duro conseguirlo, muchacho, créeme. Y durará unos
años, si, seguro. Además, diez Series Mundiales, nueve ganadas, cuatro de ellas
seguidas. Tres veces Jugador Más Valioso. Once apariciones en el partido de las
estrellas... No lo hice del todo mal, ¿Verdad? Y procuré siempre que no se me
notara cuánto me gustaba ganar, precisamente porque me jodía mucho perder. Por
eso casi todos me querían, incluso los hinchas de otros equipos.
Hubiera podido seguir, claro. Pero
tenía obligaciones para con mi propia leyenda, ¿Sabes?. No podía estropearla
con un final en curva descendente. Así que tuve que dejarlo.
Los primeros días no fueron difíciles.
Siempre había algún periodista devoto, invitaciones a fiestas... Proposiciones
para escribir mis memorias, imagínate, a los 37 años... Amigos con invitaciones
a largas excursiones de pesca... Así que la transición al vacío no fue brusca.
Pero claro, piénsalo... Una mañana te encuentras en tu sillón favorito,
pensando que es probable que esa tarde te aburras un poco. Y siempre con la
obligación de ser Joe DiMaggio. Aunque ya no puedes seguir haciendo lo que
mejor te salía: Jugar al béisbol. No me pasaba nada grave, pero no tenia
especiales alicientes.
Hasta que la conocí. Quiero
decir... yo conocía a Marilyn... ¿Cómo no? Pero nunca me había encontrado con
ella. Cuando estuve a su lado, cuando hablé con ella... cuando miré sus ojos...
supe que era como yo.
De algún sitio sale un
ruido de burbujas espesas, y un silbido sordo. Hay una incomodidad general, una
sensación de flotante pesadez, una opresión bajo las costillas, en el lado
derecho. Pero no las siente como propias, son cosas que le pasan a otro, a
alguien muy cercano y querido que no sabe situar, aunque le preocupa. Quiere
enfocar su atención, averiguar qué pasa,
pero su mente no obedece, y escapa en busca de ideas y recuerdos que la
engañan bailando como señuelos de colores. Cae en la ensoñación, y emerge de
ella como quien saca la cabeza al bañarse en el mar, solo que ahora es la
inmersión la fase agradable y segura. Atraviesa anchas olas de luz y oscuridad
que forman figuras y acto seguido las disuelven, antes de que pueda integrarlas
en algo reconocible. Y una voz tan fuera de lugar que llega a inquietarle, que
le repite... "Strike one, Joe".
Where have you gone, Joe DiMaggio,
Whoo ooh ooh
What's that you say, Mrs. Robinson,
joltin' Joe has left and gone away
Hey hey hey, hey hey hey
(Simon&Garfunkel)
El
lanzador inicia sus movimientos. El cuerpo de Joe se tensa ligeramente, su
torso se arquea, y el bate queda erguido, por detrás de su cabeza. Ahí viene.
Suena el suave silbido de la pelota y el
golpe seco en el guante del receptor. Joe la ha dejado pasar, pues ha adivinado
que era una bola mala. No es una decisión consciente. Son los años de
entrenamiento, la intuición, la capacidad de integrar mil pequeños detalles en
unas centésimas de segundo los que evalúan si debe o no intentar golpearla. El
receptor devuelve la pelota al lanzador, y de nuevo comienza el ritual. Strike,
bola buena, esta vez. Ha dudado en el último instante, y ha preferido dejarla
pasar. En el enorme Yankee Stadium apenas se escucha el murmullo residual de
una multitud atenta pero relajada.
Joe
piensa. Puede intentar varias cosas. Si regulara su fuerza, ganaría en
precisión, y podría conseguir un batazo bueno pero corto. Solo que ésto le
permitiría ganar apenas una o dos bases, y el tanteador del encuentro le obliga
al máximo riesgo. Debe intentar sacarla del terreno de juego. Y si no la
impulsa lo suficiente y el defensor del campo exterior atrapa la pelota en el
aire, su esfuerzo habrá sido vano, y quedará igualmente eliminado
Respiración
profunda. De nuevo la rutina del lanzamiento. Esos pequeños trucos que quieren
provocar que el bateador se impaciente y pierda concentración. Joe no cae en la
trampa. Por fin, la pelota se desliza hacia él. Esta vez sí! Pero no... algo
más poderoso que su primera impresión detiene su movimiento, y con razón, ya
que en la última fase de su vuelo la pelota describe una curva hacia afuera que
habría impedido el contacto. Dos bolas malas ya, y un "strike". La
tensión crece. El lanzador tiene oficio, y es cauto. Retoma la pelota. Con
movimientos sincopados, agita los brazos, con la intención de ahuyentar la
rigidez y el nerviosismo. Joe no le quita ojo de encima, enviándole un claro
mensaje: No importa lo que hagas, aquí estoy. Y te voy a ganar.
Supe que era como yo y sin embargo, distinta, claro. No te rías, chico. Son paradojas que solamente los viejos entendemos. En mi caso la tachuela en el asiento era la constante necesidad de mantener el equilibrio entre la fachada distante que me protegía de todos los que querían entrar en mi vida, y la amabilidad que siempre debía mostrar "el simpatico deportista recién retirado". Ella... ella tenia un carbón encendido en la boca del estómago, muchacho. A veces, cuando conseguía pasar unos días tranquilos, la ceniza sobre la brasa mitigaba un poco el calor. Pero en cuanto llegaba un rodaje, una serie de galas, algún acontecimiento especial... su equilibrio se derrumbaba y los espantajos la acosaban de nuevo, obligándola a aplicar el único método que entonces conocía para perderlos de vista: correr aún más, sumergirse en aquellos remolinos enloquecidos de trabajo y fiestas que la dejaban maltrecha y a menudo asqueada de sí misma. ¿Qué la hacía sufrir tanto? Vaya... Conoces su historia... Me duele recordar... Bueno... La consciencia de sus limitaciones... Sus carencias intelectuales, que intentaba desesperadamente tanto remediar como ocultar tras una serie de piadosas bromas... y sobre todo... el asqueroso barro del camino que tuvo que recorrer Norma hasta convertirse en Marilyn... Mi Norma... No son detalles que un abuelo pueda contar... No me presiones. Ambos teníamos nuestro cuarto oscuro. Los abrimos juntos, cogidos de la mano, para ventilarlos. No te hablaré del mío más de lo que ya he hecho.
Tuve que pelear duro para
acercarme a ella, ¿Sabes?. Tuve que llamarla todas las noches durante una
semana para que me concediera la primera cita. Yo podía ser uno más de los
moscones que la acosaban. Hasta que logré que mirara dentro de mí. Tuve que mostrarme
vulnerable, dejar caer mi escudo. Tuve que enseñarle mis propias heridas antes
de que ella me reconociera como un igual. Y todo ello sin disminuir mi
estatura, sin dejar de ser un héroe
americano, espejo de multitudes. Ella no merecía menos. El caso es que nos
casamos, muchacho. Y la amé, chico. La he amado siempre. Como no he amado a
nadie en mi vida. Y creo que ella también me quiso. En los raros momentos de
tranquilidad que nos concedieron no se separaba de mí ni un instante. Me
abrazaba con rabia, como con miedo a que se le escapara aquella felicidad
simple de huevos revueltos y zumo de naranja. Yo procuraba que supiera siempre
que la amaba a ella, a Norma Jean, y no al personaje, a Marilyn. Que admiraba
su coraje y me maravillaba su esfuerzo. Intentaba tranquilizarla, hacer que se
sintiera segura. Y cuando tenía que pelear solo con su interior, lo conseguía.
Pero el enemigo estaba en todas partes. Incluso estaba dentro de mí.
A medida que la
desorientación aumenta, también lo hace el sentimiento de pérdida. Y ésto no
hace sino alimentar su angustia, ya que no puede recordar el motivo. Busca una
señal, algo que le diga qué está sucediendo. Las sensaciones meramente físicas
dejan de importarle, aunque permanecen la incomodidad, la presión y la falta de
aire. Está esa idea elusiva que vislumbra entre relámpagos. Cansado de buscar y
no comprender, quiere taparse, sumergirse en la tibieza. Por fin, entre la
confusión, algo reconocible. Una rosa. Tiene una rosa en la mano y no le
pertenece. Tal vez por eso está preocupado. Debe encontrar a su dueña. Debe
entregarle la rosa. Y debe hacerlo rápido, pues esa voz odiosa insiste. No
debería estar aquí, pero le apremia. "Strike two, Joe".
After Monroe returned from entertaining U.S. troops in Korea,
He merely
nodded and said, "Yes, I have.''
Apenas ve que la pelota abandona los dedos del
lanzador sabe que ésta es la suya. Se envara sin agarrotarse, y marcando
perfectamente los tiempos impulsa el bate. Control de muñecas acompañando el
giro del torso, rotando a su vez sobre el juego de piernas. No son los brazos
los que generan la fuerza que enviará aquel amasijo de cuero y cuerdas aullando
por encima de la cabeza de los defensores. Es todo el cuerpo del bateador, si
éste sabe usarlo. El ruido característico de la madera golpeando la bola llena
el Yankee Stadium. Es un sonido seco, perfecto en su sencillez, que baña hasta
el último rincón del campo. La multitud se pone en pie, sin mucho alboroto,
apenas con un suspiro de sorpresa.
Cuarenta mil pares de ojos enfocados sobre el mismo punto deberían hacer arder
el aire alrededor de la pelota. Pero ésta sigue su majestuosa parábola ajena al
drama que simboliza. Joe ha iniciado la carrera, aunque sin emplearse a fondo.
Sabe, por el tipo de batazo, que la suerte está echada. O el vuelo la saca del
campo, en cuyo caso no necesitará apresurarse
para recorrer las bases acompañado de los gritos de triunfo de sus
compañeros, o quedará eliminado al recogerla en el aire un defensa. Uno de
ellos va corriendo hacia el fondo. Llega a la empalizada que marca el límite
del campo, y se sitúa bajo la previsible trayectoria. El momento se hace
eterno, y el aire se ha congelado, ya que nadie respira. La bola va
descendiendo, y las apreciaciones oscilan cada décima de segundo entre la
impresión de que cruzará sobre la valla y la posibilidad de que el defensa la
alcance en su salto. Poco después, cada uno de los cuarenta mil espectadores ha
elaborado ya su historia, y la está comparando con la realidad. En la agonía
del instante, con cada detalle brillando con luz propia, sostenido en un salto
mágico y prolongado por un brazo alzado que quiere arrancar el cuerpo del tirón
de la gravedad, el defensor alcanza a retener la pelota en su garra de cuero.
Joe está eliminado. Esta vez no pudo ser.
Se dirige hacia el banquillo, elegante siempre.
Aunque el infierno bulle en su interior, apenas un rictus de contrariedad asoma
en su rostro
El enemigo estaba también en mi
interior, tal vez en mis atavismos mediterráneos. Sin embargo, no tuvo el papel
determinante que le han dado los listillos, chico, créeme. Es cierto que me
marché, y muy cabreado, del rodaje de aquella escena en la que el aire
procedente de una rejilla de aireación levantaba su falda. La rabia subía por
mi garganta quemándome peor que el peor bourbon. También tuve que pararle los
pies a algún imbécil una que otra vez. Al principio ella disfrutaba como una
niña con mis afanes. Le halagaba que me mostrara tan posesivo, y trataba de explicarme
que nunca entregaba nada que ella considerase relevante. Que todo lo importante
y valioso que tenía era solamente nuestro, y nadie podría jamás alcanzar a
salpicarlo. Y que los aplausos, la admiración que despertaba, la deferencia con
que la trataban en el mundo entero era la recompensa que recibía y necesitaba
para ser feliz, después de todo lo pasado.
Lo que te voy a contar nunca antes ha salido
de mis labios. Algún chico listo de la prensa apuntó la posibilidad de que
sucediera así, pero yo nunca quise decir nada que se pareciera remotamente a
una excusa por haberla perdido: En determinado momento comenzó a tener miedo.
Ella conocía mucho mejor que yo los remolinos de aquel lodazal. Sabía que la
consideraban una máquina de hacer dinero bajo la cual muchos esperaban para
llenar el sombrero con los billetes que caían. Y no estaban dispuestos a que un
marido celoso, ni siquiera si éste se llamaba Joe DiMaggio, les privara de su
tajada. Alguien tuvo ciertas conversaciones con ella. Vi cómo poco a poco
reconstruía un muro que yo habría derribado a cabezazos, si hubiera podido.
Pero fue como cuando vas a pescar, chico... sabes que si tensas demasiado el
hilo, puede romperse y hacerte perder la pieza. Yo no pude o no supe mitigar
sus temores. El último beso fue muy especial. Tal vez ya había tomado la
determinación. Poco después su abogado me mandó la demanda de divorcio.
Estuve casado con ella 274 días.
La amé cada minuto de cada uno de ellos. Y la he seguido queriendo todo el
resto de mi jodida vida. La vi otras veces, claro. Nunca quise evitar
encontrarme con ella. ¿Tratarías de esconderte de un ángel, chico?
Cuando murió, tuve que hacerme
cargo de todo. No podía permitir que ninguno de aquellos carroñeros se acercara
a ensuciar su recuerdo. Y, ya lo sabes... durante más de veinte años me he
preocupado de que siempre hubiera una rosa fresca junto a su tumba. Una rosa.
Una rosa en su mano. El ruido sibilante, el dolor y la sensación de ahogo aumentan. Le falta aire. Una rosa en su mano. Hay desconcierto, aunque no todo proceda de aquella incongruencia. ¿Qué hace una rosa en la mano de un jugador de béisbol en el campo exterior? Debería haber un guante, no una rosa. ¿Y que hace esa chica paseando por el césped? ¡Es peligroso! ¡Una bola perdida puede hacerle mucho daño! Pero se da cuenta de que su desasosiego tampoco procede del peligro que corre la muchacha. Ella le sonríe. La reconoce. Sabe de repente que la rosa es para ella, y por ahí todo está bien. La tristeza y la preocupación provienen de la voz insistente que escucha mientras se acerca para entregarle la flor. Esa voz que no debería estar ahí, y que cuando todo se le nubla mientras intenta alcanzar su mano, repite con apremio... "Strike three, Joe".
1914-1999
In Memoriam
viernes, 1 de junio de 2012
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